A través de esta estupenda revista he aprendido mucho, y lo sigo haciendo con todas las experiencias y vivencias de las personas que aportan su granito de arena.
Eso ayuda mucho, sobre todo a concienciarnos del problema, a no temerle tanto a la enfermedad y a poder asumirla mejor.
Desde mi experiencia en prisión, he visto y sigo viendo de todo: personas que se lo toman en serio, que son conscientes, y otras totalmente inconscientes, que, conocedoras de la enfermedad, no hacen nada para mejorar su salud, no les importa en absoluto.
En mi caso, soy portador del VIH, asintomático. Mi medicación se reduce a una sola pastilla, “la pastillita de la vida”, como yo mismo me digo.
Mi infección se produjo por un error, debido a una transfusión hace aproximadamente diez años. Que te digan con 32 años que eres seropositivo es difícil de encajar, pero tuve suerte, pues el médico tuvo mucho tacto al explicármelo; incluso quiso hacerme una segunda analítica para asegurarse después de escucharme.
No me lo podía creer, ya que no había tenido prácticas de riesgo; sinceramente, estaba desconcertado, le daba vueltas al tema y no encontraba respuesta.
En la cárcel, he ido recopilando mucha información, parte de ella a través de las personas que, valientemente, han contado su experiencia sin miedo. Muchas me han sorprendido; para mí son admirables, no solo por el hecho de plantarle cara a la enfermedad, también por el rechazo que han tenido que vivir, incluso de las personas más cercanas, de la propia familia.
Yo no se lo he dicho a ningún miembro de mi familia; sé que más de uno no lo aceptaría, pero no me preocupa. La única persona a la que sí le afectaría es a mi madre; algún día se lo diré, aunque dada la circunstancia y mi situación personal, ahora no es el mejor momento.
Tener VIH y estar en prisión es duro. La sociedad te juzga, básicamente te aparta. Se fomenta mucho la solidaridad, pero ni siquiera te preguntan: ¿por qué estás aquí?, ¿cómo te infectaste? No les importa. No te dan la oportunidad de poder expresarte, esto es lo que más me duele. Aquí dentro, me resulta imposible expresar y exteriorizar todo cuanto guardo en mi interior, no existe la confianza en este mundo en el que me hallo. Intento salir del círculo, pero me encuentro otro muro todavía más alto.
En prisión, tienes acceso a la medicación que el médico especialista considera adecuada a partir del resultado de la analítica, que te hacen cada 3-6 meses. Después, cada uno es responsable de tomársela o no.
Para mí, es una satisfacción enorme, después de cada visita, cuando te notifican aquello que esperas: ¡Sigues muy bien! Todo está igual. Eso me da vida.
Cada persona es un mundo; yo sé y puedo convivir bien con mi soledad, pero otra mucha gente, no. Ésta les anula, igual que el rechazo por parte de la sociedad: les hace recaer, volverse inconscientes, compartir jeringuillas, tener relaciones íntimas sin protección, con todo lo que tenemos a nuestro alcance…
La correspondencia es una buena autopista, no te hace sentir tan aislado; es una buena terapia, que junto al trabajo, te dignifica, te hace subir la autoestima y tener mayor confianza en ti mismo.
Vivir con VIH no tiene por qué apartarnos, al contrario, nos debería hacer sentir mejor a todas las personas.
No sé si sirve el símil que hago “VIH/prisión”, pero necesitaba exteriorizarlo, y gracias a esta revista, puedo hacerlo y me siento estupendamente.
Desde mi experiencia en prisión, he visto y sigo viendo de todo: personas que se lo toman en serio, que son conscientes, y otras totalmente inconscientes, que, conocedoras de la enfermedad, no hacen nada para mejorar su salud, no les importa en absoluto.
En mi caso, soy portador del VIH, asintomático. Mi medicación se reduce a una sola pastilla, “la pastillita de la vida”, como yo mismo me digo.
Mi infección se produjo por un error, debido a una transfusión hace aproximadamente diez años. Que te digan con 32 años que eres seropositivo es difícil de encajar, pero tuve suerte, pues el médico tuvo mucho tacto al explicármelo; incluso quiso hacerme una segunda analítica para asegurarse después de escucharme.
No me lo podía creer, ya que no había tenido prácticas de riesgo; sinceramente, estaba desconcertado, le daba vueltas al tema y no encontraba respuesta.
En la cárcel, he ido recopilando mucha información, parte de ella a través de las personas que, valientemente, han contado su experiencia sin miedo. Muchas me han sorprendido; para mí son admirables, no solo por el hecho de plantarle cara a la enfermedad, también por el rechazo que han tenido que vivir, incluso de las personas más cercanas, de la propia familia.
Yo no se lo he dicho a ningún miembro de mi familia; sé que más de uno no lo aceptaría, pero no me preocupa. La única persona a la que sí le afectaría es a mi madre; algún día se lo diré, aunque dada la circunstancia y mi situación personal, ahora no es el mejor momento.
Tener VIH y estar en prisión es duro. La sociedad te juzga, básicamente te aparta. Se fomenta mucho la solidaridad, pero ni siquiera te preguntan: ¿por qué estás aquí?, ¿cómo te infectaste? No les importa. No te dan la oportunidad de poder expresarte, esto es lo que más me duele. Aquí dentro, me resulta imposible expresar y exteriorizar todo cuanto guardo en mi interior, no existe la confianza en este mundo en el que me hallo. Intento salir del círculo, pero me encuentro otro muro todavía más alto.
En prisión, tienes acceso a la medicación que el médico especialista considera adecuada a partir del resultado de la analítica, que te hacen cada 3-6 meses. Después, cada uno es responsable de tomársela o no.
Para mí, es una satisfacción enorme, después de cada visita, cuando te notifican aquello que esperas: ¡Sigues muy bien! Todo está igual. Eso me da vida.
Cada persona es un mundo; yo sé y puedo convivir bien con mi soledad, pero otra mucha gente, no. Ésta les anula, igual que el rechazo por parte de la sociedad: les hace recaer, volverse inconscientes, compartir jeringuillas, tener relaciones íntimas sin protección, con todo lo que tenemos a nuestro alcance…
La correspondencia es una buena autopista, no te hace sentir tan aislado; es una buena terapia, que junto al trabajo, te dignifica, te hace subir la autoestima y tener mayor confianza en ti mismo.
Vivir con VIH no tiene por qué apartarnos, al contrario, nos debería hacer sentir mejor a todas las personas.
No sé si sirve el símil que hago “VIH/prisión”, pero necesitaba exteriorizarlo, y gracias a esta revista, puedo hacerlo y me siento estupendamente.
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