Justo antes de los Juegos Olímpicos (JJ OO) de Pekín, en 2008, un grupo de jóvenes activistas chinos fue evacuado a EE UU por razones de seguridad.
Funcionarios de aquel país hostigaban y detenían a personas que, en su opinión, podían ponerles en aprietos durante el acontecimiento. Tres de ellos viajaron a Filadelfia aquel verano y durmieron en colchones en el suelo de mi sala de estar.
De manera irónica, trajeron palillos chinos con motivos olímpicos como souvenir: “No estamos en contra de los JJ OO; es algo grande para China”, aseguró uno de ellos con mucha seriedad. “Estamos en contra de la opresión ejercida por el gobierno”.

Uno de mis invitados estaba particularmente ilusionado por visitar América. A Chang Kun, un activista del sida con gran capacidad organizadora en la red, le emocionaba ver Filadelfia, probar la comida americana, conocer a chicas del país e intercambiar ideas con otros activistas.
Chang es seguido por muchas personas en internet. Escribe con indignación y usa signos de exclamación. Su visita a EE UU le causó una profunda impresión. Lo que describió como una atmósfera de libertad, tolerancia e intercambio cultural le había conmovido. Cuando regresó a la provincia de Anhui, situada al este de China, fundó el Centro Joven AIBO, una pequeña organización de base comunitaria con acceso a internet y biblioteca gratuitos, donde los y las jóvenes podían aprender más sobre otros países del mundo.
Recientemente, durante una conferencia en dicho centro y delante de una multitud de activistas, un grupo de matones entró en la sala en la que Chang estaba hablando, le echaron a golpes del estrado y le propinaron una paliza que le llevó al hospital y de la cual todavía se está recuperando. La policía no hizo nada para frenar el asalto.
Ojalá pudiera decir que eso me sorprendió. Pero después de trabajar junto a activistas chinos durante nueve años, reconozco como algo rutinario el trato del gobierno a Chang Kun. De hecho, China usa la violación de los derechos humanos a gran escala: agresión física, tortura, encarcelamiento de activistas y otras voces críticas; amplia censura de las noticias; y un cada vez más efectivo bloqueo de canales independientes de comunicación. Y aquí no se trata de errores o de áreas donde mejorar, pues son los fundamentos del poder gubernamental. Por mucho que se negocien pequeñas concesiones en derechos, esta ecuación no cambiará.
En 2009 y 2010, en respuesta a una revuelta de musulmanes sometidos a una dura discriminación, el gobierno cortó el acceso a internet en la vasta región de Xinjiang durante diez meses. Ahora, está estrangulando el acceso en toda China, bloqueando sitios web que no puede controlar e intensificando la vigilancia en la red.
El coste humano de esta represión es excesivo. En los últimos meses, las fuerzas de seguridad del país han detenido a numerosos activistas. Según se ha informado, torturaron hasta la muerte a tres miembros de Falun Gong; arrestaron públicamente al arquitecto y activista Ai Weiwei (resulta irónico que sea la persona que diseñó el llamado ‘nido de pájaro’, el estadio olímpico de Pekín); detuvieron a cientos de devotos cristianos (mientras rezaban) e incluso irrumpieron en la misa del domingo de resurrección durante la Semana Santa.
El Departamento de Estado de EE UU, que esta misma semana mantiene el diálogo anual con China sobre derechos humanos, emitió hace poco un informe que describe ‘cárceles negras’ a lo largo de todo el país, donde son castigados activistas, sus familias y otros que se oponen al gobierno. Muchas de las personas detenidas son golpeadas y torturadas.
Los líderes chinos llevan tanto tiempo en el poder que uno puede olvidarse de que nadie les eligió. Su régimen no es más legítimo que los de Libia o Yemen. Si mañana se celebrasen elecciones, podrían ir todos fuera. Pero no hay elecciones en el horizonte. Durante décadas, el gobierno de EE UU ha salido en ayuda del régimen apoyando las aspiraciones económicas chinas, como mantener unas relaciones comerciales permanentes y normalizadas, lo que ha permitido cosechar grandes beneficios, enriqueciendo al Comité Central y a la élite que nadie eligió.
Muchos observadores piensan que China se está convirtiendo en un centro económico neurálgico, pero que no tiene ninguna intención de convertirse en una democracia. En veinte años, China se envalentonará incluso más a la hora de reprimir a su propia gente con violencia.
Con estos antecedentes, ¿en qué momento dejaremos de ver a China como una nación imperfecta pero dinámica que va en el camino hacia la democracia, y empezaremos a ver a su gobierno como un régimen autocrático, desestabilizador y violento, en la línea, por ejemplo, de Irán? Como ciudadanos americanos, ¿dónde ponemos la línea?
Tenemos que dejar de engañarnos. China está gobernada por un régimen violentamente represivo. Y EE UU, con sus políticas económicas, está ayudando a que eso se mantenga así.
Según un informe presentado por la Organización Internacional del Trabajo (OIT), el sistema sanitario de China discrimina a las personas con VIH poniendo todo tipo de trabas para atenderlas; por ejemplo, se niegan cirugías haciendo alusión a la falta de medios.
Para elaborar el documento con título Discriminación contra los pacientes con VIH en el entorno sanitario en China, se llevaron a cabo entrevistas a más de un centenar de personas con VIH y unos treinta trabajadores sanitarios. Uno de los puntos negros es la existencia de hospitales específicos para tratar esta enfermedad y cuyos estándares son inaceptables. El resto de hospitales del país están obligados a mandar estos pacientes a dichos centros de referencia.
Además, de acuerdo con este informe, entre los médicos existe la creencia de que las personas seropositivas tienen una esperanza de vida muy corta y, por ello, sería mejor que solo fueran atendidas por especialistas en esta infección. Conforme a los cálculos de ONUSIDA, en el gran país asiático un total de 740.000 personas vivirían con VIH.
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La autora es directora ejecutiva de AIDS Policy Project y ha organizado campañas para la liberación de activistas por los derechos en salud de China. Este artículo fue publicado en ‘The Washington Post’ el 26 de abril de 2011 en su versión original en inglés.
De manera irónica, trajeron palillos chinos con motivos olímpicos como souvenir: “No estamos en contra de los JJ OO; es algo grande para China”, aseguró uno de ellos con mucha seriedad. “Estamos en contra de la opresión ejercida por el gobierno”.

Uno de mis invitados estaba particularmente ilusionado por visitar América. A Chang Kun, un activista del sida con gran capacidad organizadora en la red, le emocionaba ver Filadelfia, probar la comida americana, conocer a chicas del país e intercambiar ideas con otros activistas.
Chang es seguido por muchas personas en internet. Escribe con indignación y usa signos de exclamación. Su visita a EE UU le causó una profunda impresión. Lo que describió como una atmósfera de libertad, tolerancia e intercambio cultural le había conmovido. Cuando regresó a la provincia de Anhui, situada al este de China, fundó el Centro Joven AIBO, una pequeña organización de base comunitaria con acceso a internet y biblioteca gratuitos, donde los y las jóvenes podían aprender más sobre otros países del mundo.
Recientemente, durante una conferencia en dicho centro y delante de una multitud de activistas, un grupo de matones entró en la sala en la que Chang estaba hablando, le echaron a golpes del estrado y le propinaron una paliza que le llevó al hospital y de la cual todavía se está recuperando. La policía no hizo nada para frenar el asalto.
Ojalá pudiera decir que eso me sorprendió. Pero después de trabajar junto a activistas chinos durante nueve años, reconozco como algo rutinario el trato del gobierno a Chang Kun. De hecho, China usa la violación de los derechos humanos a gran escala: agresión física, tortura, encarcelamiento de activistas y otras voces críticas; amplia censura de las noticias; y un cada vez más efectivo bloqueo de canales independientes de comunicación. Y aquí no se trata de errores o de áreas donde mejorar, pues son los fundamentos del poder gubernamental. Por mucho que se negocien pequeñas concesiones en derechos, esta ecuación no cambiará.
En 2009 y 2010, en respuesta a una revuelta de musulmanes sometidos a una dura discriminación, el gobierno cortó el acceso a internet en la vasta región de Xinjiang durante diez meses. Ahora, está estrangulando el acceso en toda China, bloqueando sitios web que no puede controlar e intensificando la vigilancia en la red.
El coste humano de esta represión es excesivo. En los últimos meses, las fuerzas de seguridad del país han detenido a numerosos activistas. Según se ha informado, torturaron hasta la muerte a tres miembros de Falun Gong; arrestaron públicamente al arquitecto y activista Ai Weiwei (resulta irónico que sea la persona que diseñó el llamado ‘nido de pájaro’, el estadio olímpico de Pekín); detuvieron a cientos de devotos cristianos (mientras rezaban) e incluso irrumpieron en la misa del domingo de resurrección durante la Semana Santa.
El Departamento de Estado de EE UU, que esta misma semana mantiene el diálogo anual con China sobre derechos humanos, emitió hace poco un informe que describe ‘cárceles negras’ a lo largo de todo el país, donde son castigados activistas, sus familias y otros que se oponen al gobierno. Muchas de las personas detenidas son golpeadas y torturadas.
Los líderes chinos llevan tanto tiempo en el poder que uno puede olvidarse de que nadie les eligió. Su régimen no es más legítimo que los de Libia o Yemen. Si mañana se celebrasen elecciones, podrían ir todos fuera. Pero no hay elecciones en el horizonte. Durante décadas, el gobierno de EE UU ha salido en ayuda del régimen apoyando las aspiraciones económicas chinas, como mantener unas relaciones comerciales permanentes y normalizadas, lo que ha permitido cosechar grandes beneficios, enriqueciendo al Comité Central y a la élite que nadie eligió.
Muchos observadores piensan que China se está convirtiendo en un centro económico neurálgico, pero que no tiene ninguna intención de convertirse en una democracia. En veinte años, China se envalentonará incluso más a la hora de reprimir a su propia gente con violencia.
Con estos antecedentes, ¿en qué momento dejaremos de ver a China como una nación imperfecta pero dinámica que va en el camino hacia la democracia, y empezaremos a ver a su gobierno como un régimen autocrático, desestabilizador y violento, en la línea, por ejemplo, de Irán? Como ciudadanos americanos, ¿dónde ponemos la línea?
Tenemos que dejar de engañarnos. China está gobernada por un régimen violentamente represivo. Y EE UU, con sus políticas económicas, está ayudando a que eso se mantenga así.
Discriminación en los hospitales
Según un informe presentado por la Organización Internacional del Trabajo (OIT), el sistema sanitario de China discrimina a las personas con VIH poniendo todo tipo de trabas para atenderlas; por ejemplo, se niegan cirugías haciendo alusión a la falta de medios.
Para elaborar el documento con título Discriminación contra los pacientes con VIH en el entorno sanitario en China, se llevaron a cabo entrevistas a más de un centenar de personas con VIH y unos treinta trabajadores sanitarios. Uno de los puntos negros es la existencia de hospitales específicos para tratar esta enfermedad y cuyos estándares son inaceptables. El resto de hospitales del país están obligados a mandar estos pacientes a dichos centros de referencia.
Además, de acuerdo con este informe, entre los médicos existe la creencia de que las personas seropositivas tienen una esperanza de vida muy corta y, por ello, sería mejor que solo fueran atendidas por especialistas en esta infección. Conforme a los cálculos de ONUSIDA, en el gran país asiático un total de 740.000 personas vivirían con VIH.
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La autora es directora ejecutiva de AIDS Policy Project y ha organizado campañas para la liberación de activistas por los derechos en salud de China. Este artículo fue publicado en ‘The Washington Post’ el 26 de abril de 2011 en su versión original en inglés.
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Que no está muy claro y un poo mas de color para que llame la atencion y dibujos.
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