LMP46, edito. Bajo el lema Derechos aquí y ahora, casi 20.000 delegados y delegadas llegados de todo el mundo se dieron cita en Viena para asistir a la mayor conferencia internacional sobre el VIH/sida que, con un enfoque multidisciplinario, aborda cada dos años la situación de la epidemia, los logros alcanzados y los retos que afrontar.
La elección de la ciudad de Viena no fue caprichosa. Desde la capital austríaca, encrucijada de caminos entre Europa Oriental y Occidental, el mundo fijó su atención en Europa del Este y Asia Central, hacia aquellos estados de reciente formación que, en su momento, fueron parte de la URSS o del llamado bloque comunista; y hacia la misma Rusia, que, con un millón aproximado de personas con VIH, comparte con otros países vecinos el pésimo récord de tener una de las epidemias de mayor crecimiento a nivel mundial.
El uso de drogas inyectables —como lo fue en España a finales del siglo XX— constituye la principal vía de transmisión del VIH. Pero la experiencia en el sur de Europa no parece haber calado en todos estos países, cuyos dirigentes políticos, especialmente los rusos, no sólo no implementan estrategias de reducción del riesgo de eficacia contrastada —como los programas de intercambio de jeringuillas—, sino que consideran criminales a aquellas personas que consumen drogas. Por ello, un conjunto de organizaciones internacionales, lideradas por la Sociedad Internacional del Sida, pidieron, a través de la Declaración de Viena, que los gobiernos y las agencias internacionales cambien sus políticas sobre drogas ilegales, basándose en la evidencia científica y no en la ideología.
Sin embargo, el firme reconocimiento de los derechos humanos como eje central de las acciones dirigidas a prevenir nuevas infecciones y proveer atención y tratamiento a las personas que viven con VIH necesita, ahora más que nunca, ir de la mano del compromiso y la voluntad política de los gobiernos —incluido el de España—, los líderes mundiales y el sector privado para financiar, de forma sostenida, la respuesta a la epidemia a través de iniciativas como el Fondo Mundial para la Lucha contra el Sida, la Tuberculosis y la Malaria. La suma de ambos esfuerzos es una prioridad urgente para marcar, de una vez por todas, un punto de inflexión en la respuesta al sida.
El uso de drogas inyectables —como lo fue en España a finales del siglo XX— constituye la principal vía de transmisión del VIH. Pero la experiencia en el sur de Europa no parece haber calado en todos estos países, cuyos dirigentes políticos, especialmente los rusos, no sólo no implementan estrategias de reducción del riesgo de eficacia contrastada —como los programas de intercambio de jeringuillas—, sino que consideran criminales a aquellas personas que consumen drogas. Por ello, un conjunto de organizaciones internacionales, lideradas por la Sociedad Internacional del Sida, pidieron, a través de la Declaración de Viena, que los gobiernos y las agencias internacionales cambien sus políticas sobre drogas ilegales, basándose en la evidencia científica y no en la ideología.
Sin embargo, el firme reconocimiento de los derechos humanos como eje central de las acciones dirigidas a prevenir nuevas infecciones y proveer atención y tratamiento a las personas que viven con VIH necesita, ahora más que nunca, ir de la mano del compromiso y la voluntad política de los gobiernos —incluido el de España—, los líderes mundiales y el sector privado para financiar, de forma sostenida, la respuesta a la epidemia a través de iniciativas como el Fondo Mundial para la Lucha contra el Sida, la Tuberculosis y la Malaria. La suma de ambos esfuerzos es una prioridad urgente para marcar, de una vez por todas, un punto de inflexión en la respuesta al sida.
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