Maite lleva muchos años a sus espaldas viviendo con VIH. Esta bilbaína de aspecto menudo, pero de actitud enérgica, encara con tranquilidad el día a día y mira con optimismo hacia el futuro. La asociación T–4, en Bilbao, nos abre sus puertas para poder conocer un poco más a fondo la historia de Maite.
Me enteré de que vivía con VIH hace 18 años, aunque, al parecer, el virus ya llevaba dentro cinco años. En realidad, llevo media vida con él. Al principio es muy duro, pero poco a poco vas sobreviviendo, vas tomando la medicación y, ahora, tengo más ganas de vivir que nunca. Además, estoy coinfectada por el virus de la hepatitis C (VHC).
Vivo sin ningún complejo. Y en este momento de mi vida, incluso diría que le he cogido cariño al bicho, eso sí, hay que cuidarlo, darle la medicación para que no te haga “putaditas”. ¡Ya lleva media vida conmigo y no quiero ni que me lo quiten!

Actualmente me encuentro muy bien. He aprendido a convivir e incluso a querer al virus (es parte de mi vida y quizá la más importante). Para mí, el mayor palo fue cuando el dermatólogo me dijo que me tenía que hacer la prueba. Eso para mí fue concluyente. Sabía perfectamente que me iba a dar positivo y, además, tod@s mis amig@s se estaban muriendo por la misma causa. En ese momento, caes en picado. Eran los primeros años y la gente te consideraba un bicho raro. Me daba mucho palo que mi familia se enterase, y pensaba: “Me pego una hostia en la autopista, me muero de un accidente y así mi familia no sabe de qué he muerto”; pero al final, el mismo día que recogí las pruebas, me fui directamente a trabajar. Al cabo de unos meses, fui a la unidad de infecciosos del hospital y, más o menos un par de años después, comencé el tratamiento (llevo, creo, 16 años medicándome sin hacer descanso terapéutico). He tenido muchas infecciones oportunistas, bastantes neumonías, varicela, herpes zóster... Ahora, la carga viral la tengo indetectable y los recuentos de CD4 están bien, pero, claro, son muchos años medicándome.
Empecé a consumir heroína muy joven, cuando tenía 18 años, y estuve 15 enganchada al caballo. Antes de eso fueron anfetaminas, tripis, coca, morfina y todo lo que se terciase. Después, estuve en tratamiento con metadona durante 13 años más, es decir, hasta el año pasado. En realidad, entre una cosa y la otra, han sido 28 años de consumo. He estado recibiendo metadona en un módulo psicosocial donde me encontraba a gente que conocía de la calle, de muchos años antes. Era un lastre; el personal estaba muy deteriorado, no me apetecía tener que ir allí, no quiero decir que no quisiese ver a esa gente, porque ha sido mi vida en realidad, pero yo me encontraba mucho mejor, como para poder dejar la metadona. Conté con la gran ayuda del psicólogo de T–4, Asier Gurruchaga, y con la de todo el grupo de autoapoyo. Me convencí y la dejé. Me costó mucho, bastantes meses, y para mí, después de tantos años, fue durísimo, tenía mis miedos, pero lo conseguí. Este marzo hará un año y lo pienso celebrar.
Fui una de las personas que realizaron un tratamiento muy duro para el VHC hace unos siete u ocho años, pero lamentablemente no dio resultado. Estuve bastante tiempo recibiéndolo, pero no pasaba por el mejor momento de mi vida (más bien por el más triste), tomaba cervezas, etc., y no se negativizó el virus. No sé si lo volvería a hacer. Supongo que me atendré a lo que me plantee el médico con el que llevo ya 18 años y que, por cierto, jamás me ha fallado. Para mí, en parte, es a él a quien debo agradecer todos estos años de mi vida y, por lo tanto, creo que podré confiar siempre en él. De hecho, he llegado hasta los 47 años.
Sin embargo, no me ha costado seguir el tratamiento para el VIH. Mi médico me fue recomendando los diferentes tratamientos por los que he pasado. He recibido muchas medicaciones; algunas temporadas el número de fármacos era mayor, y también tenían efectos secundarios. Llevo tantos años tomándolos que no noto nada extraño, ni siquiera por el hecho de ser mujer y que pudiera ser más sensible a ciertos efectos.
Hubo una cosa que sí me sorprendió y me hizo mucha ilusión: llevaba ocho años sin tener la regla, quizá como consecuencia del consumo de opiáceos, y cuando dejé la metadona, me volvió el período, lo que me hizo pensar que el cuerpo, pese a todo, sigue funcionando correctamente.
Actualmente no tengo pareja, aunque he tenido varias. La última relación larga fue hace siete años; fue una historia bastante demoledora, porque el tío era un maltratador, sobre todo psicológico, y yo –que tenía la autoestima por los suelos– no era capaz de abandonar la situación. Él no era seropositivo. Al principio, utilizábamos el preservativo, pero luego estuvimos varios años sin usarlo (por su propia decisión), pero no creo que esté infectado.
Aunque la experiencia afectiva más curiosa me sucedió el año pasado. Conocí a un chico, también seropositivo, con el que me enrollé después de mucho tiempo sin tener una relación sexual con nadie y en pleno subidón hormonal tras dejar la metadona. Estuvimos unas tres semanas y es la única persona que me ha echado en cara que le hubiera podido transmitir algo: hongos (¡cuando yo ni siquiera los tenía!). Es cierto que mantuvimos una relación bastante irresponsable, por parte de los dos, pero bueno... a lo hecho pecho;
¡Es la única persona que me ha echado en cara algo siendo él un seropositivo, y sabiendo lo que había por ambas partes! Y para colmo, en diciembre pasado, me lo volví a encontrar y aún seguía con los puñeteros hongos. A mí me da igual, puesto que es una persona que, lógicamente, tras toda esta historia, para mí no se merece mucho, pero me sorprendió; nunca me había pasado algo así. En mis otras relaciones nunca he tenido problemas, siempre lo he dicho sinceramente y nunca ha pasado nada. Pero ésta fue la experiencia más frustrante e incomprensible en ese sentido. A veces, todavía me cuesta digerirla.
No me importa el estado serológico de mis parejas, pero casi prefiero que vivan con VIH, aunque nunca se sabe por dónde va a salir la historia, como lo que me sucedió a mí con ese chico con VIH (espero que no haya muchos como él). Lo que sí es cierto es que estoy más acostumbrada a estar con personas con VIH, pero creo que en una relación lo que debe prevalecer es el cariño y el respeto (independientemente del sexo), por lo tanto, nunca se sabe.
No me he planteado la maternidad, porque, a pesar de toda mi inconsciencia, yo era consciente de que, siendo yonqui, ¿cómo iba a tener un hijo si no podía conmigo misma? En mi opinión, ser madre es una gran responsabilidad. Aunque a alguien le pueda resultar muy duro lo que pienso, diré que, para mí, hay muchas madres en el mundo que, independientemente de que tengan VIH o no, según mi modesto parecer nunca deberían haber sido madres, puesto que, a veces, son personas que, para realizarse como mujeres, no conciben otra cosa que no sea tener un hijo, o la famosa parejita... Pero en realidad, ¿están todas las mujeres preparadas para ello? Amén del tema económico, ¿lo podrán criar en buenas condiciones?
Aseguraría que hay muchos casos en los cuales lo que se transmite a l@s hij@s son los propios miedos y las propias inseguridades, las propias tristezas. Creo que hay que ser muy fuerte psicológicamente y tener las ideas clarísimas para poder llevar a cabo la maternidad.
Soy una persona que no he tenido problemas en el trabajo por mi estado serológico: creo que casi siempre me he sentido aceptada. Si alguien me mira raro, pues me da igual, paso de ella y no me interesa. Yo cumplo con mis obligaciones en el trabajo y siempre me preocupo y lo intento hacer lo mejor posible.
Cuando me enteré de que era seropositiva llevaba ocho años trabajando en la misma empresa. Me hice los análisis y continué trabajando, aunque en otro departamento, con una ubicación más cercana a mi casa, dado que me iba a morir. Cuando me cambié, por lo que me consta, hubo bastante recelo entre mis compañeras. Ya se sabe: en aquel tiempo (hace 18 años) no había información y la gente tenía un miedo terrible a “contagiarse”; incluso pensaban que, bebiendo del mismo vaso o utilizando el mismo bolígrafo, les podía pasar la misma desgracia. Al cabo de ocho años, regresé al mismo departamento, a la misma oficina –eso sí, con la cabeza muy alta– y con las mismas compañeras a las que dejé para ir a morirme, y me senté en el mismo sitio que había ocupado antes de la excedencia. Al ver que seguía viviendo y que tenía muchas ansias de superación, la verdad es que alucinaron porque se encontraron a una Maite más frágil físicamente, quizá más delicada, pero con la cabeza en su sitio, que trabajaba como siempre y que no se cortaba ya un pelo.
En la actualidad no tengo problemas, pero creo que es porque yo no siento nada negativo por vivir con VIH, y la gente me aprecia, me mima y much@s se preocupan por mí y, a día de hoy, me siento orgullosa de llevar ya 25 años en la misma empresa.
Hubo una temporada en la que me querían realizar las pruebas, aunque en realidad, después lo descubrimos, querían hacerme la prueba para ver si estaba consumiendo heroína. Al final, no pasó nada. Es más, la dirección me aconsejó entrar en algún programa de desintoxicación. En lugar de echarme, me ayudaron.
Ocupo un cargo de confianza, me considero buena persona, dispuesta a ayudar a l@s demás compañer@s, y eso la empresa lo ha valorado y apreciado y casi tod@s saben lo que hay.
No sé lo que está pasando en otros ámbitos de trabajo. A veces pienso que no sé si es la sociedad la que nos discrimina o si, en muchos casos, somos nosotr@s mism@s l@s que nos discriminamos. Yo no veo la discriminación que había antes, aunque considero que todavía queda mucho por hacer. Hace 18 años, te hacías un análisis de sangre y ponían una etiqueta roja con la palabra contaminado; luego ponían un cachito de la etiqueta y, finalmente, ponían por todas partes un redondel rojo indicativo de VIH. Mientras estabas ingresado en el hospital, te daban todo el material para la comida (platos, cubiertos, bandeja…) desechable y tenías que lanzarlo en el contenedor de tu propio cuarto de baño. Entonces, sí me sentía discriminada. O, por ejemplo, también me sentí discriminada en algún quirófano. Recuerdo una vez, cuando ya me habían administrado el tranquilizante e iba a entrar en el quirófano, me vino un enfermero y me dijo que lo sentía muchísimo pero que me tenía que dejar la última para poder desinfectar, a continuación, el material.
Por otro lado, también tengo que decir que, en la actualidad, por ser seropositiva, me siento mejor atendida por médic@s y demás cuidadores. Nunca he tenido problemas yendo con la verdad por delante. Creo que la atención que reciben las mujeres seropositivas es adecuada –por lo menos por aquí–; quizá se nos hacen pruebas con más frecuencia por vivir con VIH. Gracias a eso, en mi caso, pudieron detectarme unas lesiones en la cérvix, que eran chungas, y me las extirparon. A cualquier especialista al que he acudido siempre le he dicho mi estado serológico.
El futuro lo encaro con mucha ilusión. No tengo planes, vivo al día, y ya no me agobio. Hasta hace un año, aproximadamente, era incapaz de pensar en el futuro (más allá de tres meses), pero ahora estoy en un momento de tranquilidad total. Igual estoy casi demasiado subida y todo, lo que me asusta un poco, no vaya a bajar de golpe y a pegarme un batacazo. Voy a seguir trabajando, me lo paso bien, me divierto mucho, y a continuar viviendo con ilusión. Y el día que me toque la muerte –que a todo el mundo le llega, aquí no se queda nadie– me gustaría sentirla en paz, con tranquilidad y, quizá también, conscientemente, ya que creo que es el momento más íntimo en la vida de una persona.
No cambiaría nada, ni me cambiaría por nadie. No me arrepiento de “casi” nada. Pienso que a mí nadie me infectó, lo hice yo solita, por decirlo de alguna manera; adquirí el VIH por vivir siempre en la cuerda floja y al borde del precipicio, no culpabilizo a nadie. Yo era una yonqui, al igual que mi peña y entonces no se sabía nada de todo esto.
Me fastidia mucho que, después de haber estado con mogollón de gente, con o sin VIH, y no haber tenido nunca problemas con nadie, seamos las propias personas con VIH las que nos hagamos daño a nosotras mismas discriminándonos y acusándonos de posibles transmisiones. Eso sí que me molesta.
Superar el lastre
Vivo sin ningún complejo. Y en este momento de mi vida, incluso diría que le he cogido cariño al bicho, eso sí, hay que cuidarlo, darle la medicación para que no te haga “putaditas”. ¡Ya lleva media vida conmigo y no quiero ni que me lo quiten!

Actualmente me encuentro muy bien. He aprendido a convivir e incluso a querer al virus (es parte de mi vida y quizá la más importante). Para mí, el mayor palo fue cuando el dermatólogo me dijo que me tenía que hacer la prueba. Eso para mí fue concluyente. Sabía perfectamente que me iba a dar positivo y, además, tod@s mis amig@s se estaban muriendo por la misma causa. En ese momento, caes en picado. Eran los primeros años y la gente te consideraba un bicho raro. Me daba mucho palo que mi familia se enterase, y pensaba: “Me pego una hostia en la autopista, me muero de un accidente y así mi familia no sabe de qué he muerto”; pero al final, el mismo día que recogí las pruebas, me fui directamente a trabajar. Al cabo de unos meses, fui a la unidad de infecciosos del hospital y, más o menos un par de años después, comencé el tratamiento (llevo, creo, 16 años medicándome sin hacer descanso terapéutico). He tenido muchas infecciones oportunistas, bastantes neumonías, varicela, herpes zóster... Ahora, la carga viral la tengo indetectable y los recuentos de CD4 están bien, pero, claro, son muchos años medicándome.
Empecé a consumir heroína muy joven, cuando tenía 18 años, y estuve 15 enganchada al caballo. Antes de eso fueron anfetaminas, tripis, coca, morfina y todo lo que se terciase. Después, estuve en tratamiento con metadona durante 13 años más, es decir, hasta el año pasado. En realidad, entre una cosa y la otra, han sido 28 años de consumo. He estado recibiendo metadona en un módulo psicosocial donde me encontraba a gente que conocía de la calle, de muchos años antes. Era un lastre; el personal estaba muy deteriorado, no me apetecía tener que ir allí, no quiero decir que no quisiese ver a esa gente, porque ha sido mi vida en realidad, pero yo me encontraba mucho mejor, como para poder dejar la metadona. Conté con la gran ayuda del psicólogo de T–4, Asier Gurruchaga, y con la de todo el grupo de autoapoyo. Me convencí y la dejé. Me costó mucho, bastantes meses, y para mí, después de tantos años, fue durísimo, tenía mis miedos, pero lo conseguí. Este marzo hará un año y lo pienso celebrar.
Llegar a los 47
Fui una de las personas que realizaron un tratamiento muy duro para el VHC hace unos siete u ocho años, pero lamentablemente no dio resultado. Estuve bastante tiempo recibiéndolo, pero no pasaba por el mejor momento de mi vida (más bien por el más triste), tomaba cervezas, etc., y no se negativizó el virus. No sé si lo volvería a hacer. Supongo que me atendré a lo que me plantee el médico con el que llevo ya 18 años y que, por cierto, jamás me ha fallado. Para mí, en parte, es a él a quien debo agradecer todos estos años de mi vida y, por lo tanto, creo que podré confiar siempre en él. De hecho, he llegado hasta los 47 años.
Sin embargo, no me ha costado seguir el tratamiento para el VIH. Mi médico me fue recomendando los diferentes tratamientos por los que he pasado. He recibido muchas medicaciones; algunas temporadas el número de fármacos era mayor, y también tenían efectos secundarios. Llevo tantos años tomándolos que no noto nada extraño, ni siquiera por el hecho de ser mujer y que pudiera ser más sensible a ciertos efectos.
Hubo una cosa que sí me sorprendió y me hizo mucha ilusión: llevaba ocho años sin tener la regla, quizá como consecuencia del consumo de opiáceos, y cuando dejé la metadona, me volvió el período, lo que me hizo pensar que el cuerpo, pese a todo, sigue funcionando correctamente.
Mi vida afectiva
Actualmente no tengo pareja, aunque he tenido varias. La última relación larga fue hace siete años; fue una historia bastante demoledora, porque el tío era un maltratador, sobre todo psicológico, y yo –que tenía la autoestima por los suelos– no era capaz de abandonar la situación. Él no era seropositivo. Al principio, utilizábamos el preservativo, pero luego estuvimos varios años sin usarlo (por su propia decisión), pero no creo que esté infectado.

¡Es la única persona que me ha echado en cara algo siendo él un seropositivo, y sabiendo lo que había por ambas partes! Y para colmo, en diciembre pasado, me lo volví a encontrar y aún seguía con los puñeteros hongos. A mí me da igual, puesto que es una persona que, lógicamente, tras toda esta historia, para mí no se merece mucho, pero me sorprendió; nunca me había pasado algo así. En mis otras relaciones nunca he tenido problemas, siempre lo he dicho sinceramente y nunca ha pasado nada. Pero ésta fue la experiencia más frustrante e incomprensible en ese sentido. A veces, todavía me cuesta digerirla.
No me importa el estado serológico de mis parejas, pero casi prefiero que vivan con VIH, aunque nunca se sabe por dónde va a salir la historia, como lo que me sucedió a mí con ese chico con VIH (espero que no haya muchos como él). Lo que sí es cierto es que estoy más acostumbrada a estar con personas con VIH, pero creo que en una relación lo que debe prevalecer es el cariño y el respeto (independientemente del sexo), por lo tanto, nunca se sabe.
No me he planteado la maternidad, porque, a pesar de toda mi inconsciencia, yo era consciente de que, siendo yonqui, ¿cómo iba a tener un hijo si no podía conmigo misma? En mi opinión, ser madre es una gran responsabilidad. Aunque a alguien le pueda resultar muy duro lo que pienso, diré que, para mí, hay muchas madres en el mundo que, independientemente de que tengan VIH o no, según mi modesto parecer nunca deberían haber sido madres, puesto que, a veces, son personas que, para realizarse como mujeres, no conciben otra cosa que no sea tener un hijo, o la famosa parejita... Pero en realidad, ¿están todas las mujeres preparadas para ello? Amén del tema económico, ¿lo podrán criar en buenas condiciones?
Aseguraría que hay muchos casos en los cuales lo que se transmite a l@s hij@s son los propios miedos y las propias inseguridades, las propias tristezas. Creo que hay que ser muy fuerte psicológicamente y tener las ideas clarísimas para poder llevar a cabo la maternidad.
En el trabajo
Soy una persona que no he tenido problemas en el trabajo por mi estado serológico: creo que casi siempre me he sentido aceptada. Si alguien me mira raro, pues me da igual, paso de ella y no me interesa. Yo cumplo con mis obligaciones en el trabajo y siempre me preocupo y lo intento hacer lo mejor posible.
Cuando me enteré de que era seropositiva llevaba ocho años trabajando en la misma empresa. Me hice los análisis y continué trabajando, aunque en otro departamento, con una ubicación más cercana a mi casa, dado que me iba a morir. Cuando me cambié, por lo que me consta, hubo bastante recelo entre mis compañeras. Ya se sabe: en aquel tiempo (hace 18 años) no había información y la gente tenía un miedo terrible a “contagiarse”; incluso pensaban que, bebiendo del mismo vaso o utilizando el mismo bolígrafo, les podía pasar la misma desgracia. Al cabo de ocho años, regresé al mismo departamento, a la misma oficina –eso sí, con la cabeza muy alta– y con las mismas compañeras a las que dejé para ir a morirme, y me senté en el mismo sitio que había ocupado antes de la excedencia. Al ver que seguía viviendo y que tenía muchas ansias de superación, la verdad es que alucinaron porque se encontraron a una Maite más frágil físicamente, quizá más delicada, pero con la cabeza en su sitio, que trabajaba como siempre y que no se cortaba ya un pelo.
En la actualidad no tengo problemas, pero creo que es porque yo no siento nada negativo por vivir con VIH, y la gente me aprecia, me mima y much@s se preocupan por mí y, a día de hoy, me siento orgullosa de llevar ya 25 años en la misma empresa.
Hubo una temporada en la que me querían realizar las pruebas, aunque en realidad, después lo descubrimos, querían hacerme la prueba para ver si estaba consumiendo heroína. Al final, no pasó nada. Es más, la dirección me aconsejó entrar en algún programa de desintoxicación. En lugar de echarme, me ayudaron.
Ocupo un cargo de confianza, me considero buena persona, dispuesta a ayudar a l@s demás compañer@s, y eso la empresa lo ha valorado y apreciado y casi tod@s saben lo que hay.
No sé lo que está pasando en otros ámbitos de trabajo. A veces pienso que no sé si es la sociedad la que nos discrimina o si, en muchos casos, somos nosotr@s mism@s l@s que nos discriminamos. Yo no veo la discriminación que había antes, aunque considero que todavía queda mucho por hacer. Hace 18 años, te hacías un análisis de sangre y ponían una etiqueta roja con la palabra contaminado; luego ponían un cachito de la etiqueta y, finalmente, ponían por todas partes un redondel rojo indicativo de VIH. Mientras estabas ingresado en el hospital, te daban todo el material para la comida (platos, cubiertos, bandeja…) desechable y tenías que lanzarlo en el contenedor de tu propio cuarto de baño. Entonces, sí me sentía discriminada. O, por ejemplo, también me sentí discriminada en algún quirófano. Recuerdo una vez, cuando ya me habían administrado el tranquilizante e iba a entrar en el quirófano, me vino un enfermero y me dijo que lo sentía muchísimo pero que me tenía que dejar la última para poder desinfectar, a continuación, el material.
Por otro lado, también tengo que decir que, en la actualidad, por ser seropositiva, me siento mejor atendida por médic@s y demás cuidadores. Nunca he tenido problemas yendo con la verdad por delante. Creo que la atención que reciben las mujeres seropositivas es adecuada –por lo menos por aquí–; quizá se nos hacen pruebas con más frecuencia por vivir con VIH. Gracias a eso, en mi caso, pudieron detectarme unas lesiones en la cérvix, que eran chungas, y me las extirparon. A cualquier especialista al que he acudido siempre le he dicho mi estado serológico.
Lo que queda por venir
El futuro lo encaro con mucha ilusión. No tengo planes, vivo al día, y ya no me agobio. Hasta hace un año, aproximadamente, era incapaz de pensar en el futuro (más allá de tres meses), pero ahora estoy en un momento de tranquilidad total. Igual estoy casi demasiado subida y todo, lo que me asusta un poco, no vaya a bajar de golpe y a pegarme un batacazo. Voy a seguir trabajando, me lo paso bien, me divierto mucho, y a continuar viviendo con ilusión. Y el día que me toque la muerte –que a todo el mundo le llega, aquí no se queda nadie– me gustaría sentirla en paz, con tranquilidad y, quizá también, conscientemente, ya que creo que es el momento más íntimo en la vida de una persona.
No cambiaría nada, ni me cambiaría por nadie. No me arrepiento de “casi” nada. Pienso que a mí nadie me infectó, lo hice yo solita, por decirlo de alguna manera; adquirí el VIH por vivir siempre en la cuerda floja y al borde del precipicio, no culpabilizo a nadie. Yo era una yonqui, al igual que mi peña y entonces no se sabía nada de todo esto.
Me fastidia mucho que, después de haber estado con mogollón de gente, con o sin VIH, y no haber tenido nunca problemas con nadie, seamos las propias personas con VIH las que nos hagamos daño a nosotras mismas discriminándonos y acusándonos de posibles transmisiones. Eso sí que me molesta.
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