las más positivas
Esta consigna que sirvió para movilizar a las personas con VIH al inicio de la epidemia sigue siendo cierta a otros niveles y en otros protagonistas, es decir, que quienes tienen en sus manos la gestión de la información tienen el poder de incidir en los acontecimientos, no sólo de contarlos.
El papel de los medios de comunicación es crucial en la definición a gran escala y la posterior fijación de determinados “mitos” en la mente colectiva y está muy lejos de ser un papel neutro, estrictamente limitado a la “información”. Pongo este término entre comillas porque a pesar de que uno de los pilares en los que se fundamenta el hecho informativo es el de la objetividad, es preciso tener muy presente que ésta sólo puede ser un intento, pues los valores, la ideología o el entorno cultural en que se desenvuelve el/la periodista tienen un peso importante en el impacto social de su trabajo, tanto mayor cuanto menos conciencia exista de ese peso.
En general, los medios han ignorado a las mujeres en la primera mitad de la pandemia y sólo cuando la evidencia se hizo tan clara que no podía ser obviada volvieron la vista hacia el giro dramático que se estaba produciendo a escala mundial.

La infección por VIH se está convirtiendo cada vez más en un tema “de mujeres” o lo que en términos periodísticos se conoce como la “feminización de la pandemia”. Este término que en principio parecería adecuado para atraer la atención del público y las instituciones hacia un hecho dramático que necesita la intervención urgente en todos los ámbitos, se queda en una simple descripción del hecho con inhibición de cualquier responsabilidad, como si no tuviera nada que ver con nosotr@s, con nuestro trabajo o con nuestras vidas. Como si el hecho de informar eximiera al profesional de su parte de responsabilidad y le convirtiera en mero espectador del mundo.
La prensa ha representado a las mujeres con VIH ocupando un número limitado de roles sociales, presentes en tanto que madres o embarazadas, centrando el mensaje sobre todo en el riesgo de que transmitan el VIH a sus bebés, o como el factor invisible que contribuye a la orfandad de niños y niñas, sin entidad propia y sin siquiera tomar en consideración las necesidades relativas a su propia condición de infectadas. O permanentemente citadas como grupo vulnerable en tanto que trabajadoras sexuales, casi desprovistas de su condición femenina, y también vectores de la transmisión del virus. Así, han hablado de víctimas inocentes dando a entender con ello que había otras que eran culpables.
La mayor parte de los sesgos que tienen lugar al informar sobre el VIH son fiel reflejo de lo que ocurre en la sociedad, y al mismo tiempo, la diseminación de información sesgada contribuye a reforzar los estereotipos existentes.
A pesar del aumento de noticias sobre mujeres, la función crítica de la prensa fue prácticamente inexistente, perpetuando una imagen estigmatizadora de las mujeres, encerrándolas en un estereotipo único que contribuía a dificultar la reducción de la mayor vulnerabilidad con la que se enfrenta la población femenina ante el VIH. Así, la pobreza, las prácticas culturales de algunos países, ciertas poblaciones estigmatizadas, condiciones de vida precarias en determinadas regiones, creencias y hábitos de vida se convirtieron en temas “noticiables” que, aunque sea innegable su impacto como factores que contribuyen a aumentar el riesgo, sirvieron de cortina de humo para evitar abordar los temas de fondo. Los medios reproducen los estereotipos en lugar de cuestionarlos; se limitan a reproducir un imaginario popularmente aceptado que perpetúa la imagen de las mujeres con VIH o en riesgo como víctimas con escaso poder para protegerse, pobres, marginadas, dependientes… Pero sin explorar los condicionantes sociales, económicos, culturales, etc., que contribuyen a que eso sea así; dejando de lado que en la base de la devastadora expansión del virus se encuentran las desigualdades de todo tipo, entre Norte y Sur, entre hombres y mujeres, entre ricos y pobres; desigualdades en el acceso a la información, los recursos y la autonomía, en suma.
Por más que haya estado en la base de los últimos análisis sobre la pandemia, el papel del patriarcado y su impacto en las conductas individual y colectiva no parece tenerse en cuenta por l@s profesionales del periodismo, la mayoría de l@s cuales se sitúa fuera de los acontecimientos, contando sobre “el/la otr@”, situándose al margen de los sucesos que cuentan como cuestiones sin otra relevancia para sí mismos que el puro interés informativo (catastrofista) de los mismos.
Como actores fundamentales en la construcción social, con un importante papel en la labor de configurar la opinión pública, un periodismo ético debe asumir su parte de responsabilidad, aquella que le corresponde con el poder que detenta. Porque la respuesta al VIH no se limita al ámbito médico sino que tiene que ver con ideologías y con la perpetuación de mitos, tradiciones y tabúes, algo en lo que todos los estamentos de la sociedad participamos en mayor o menor medida. Por eso, no vale quedarse al margen, pues una actitud neutral dejar de ser ética cuando perpetúa las condiciones que favorecen la desigualdad, el estigma y la discriminación.
El papel de los medios de comunicación es crucial en la definición a gran escala y la posterior fijación de determinados “mitos” en la mente colectiva y está muy lejos de ser un papel neutro, estrictamente limitado a la “información”. Pongo este término entre comillas porque a pesar de que uno de los pilares en los que se fundamenta el hecho informativo es el de la objetividad, es preciso tener muy presente que ésta sólo puede ser un intento, pues los valores, la ideología o el entorno cultural en que se desenvuelve el/la periodista tienen un peso importante en el impacto social de su trabajo, tanto mayor cuanto menos conciencia exista de ese peso.
En general, los medios han ignorado a las mujeres en la primera mitad de la pandemia y sólo cuando la evidencia se hizo tan clara que no podía ser obviada volvieron la vista hacia el giro dramático que se estaba produciendo a escala mundial.

La infección por VIH se está convirtiendo cada vez más en un tema “de mujeres” o lo que en términos periodísticos se conoce como la “feminización de la pandemia”. Este término que en principio parecería adecuado para atraer la atención del público y las instituciones hacia un hecho dramático que necesita la intervención urgente en todos los ámbitos, se queda en una simple descripción del hecho con inhibición de cualquier responsabilidad, como si no tuviera nada que ver con nosotr@s, con nuestro trabajo o con nuestras vidas. Como si el hecho de informar eximiera al profesional de su parte de responsabilidad y le convirtiera en mero espectador del mundo.
La prensa ha representado a las mujeres con VIH ocupando un número limitado de roles sociales, presentes en tanto que madres o embarazadas, centrando el mensaje sobre todo en el riesgo de que transmitan el VIH a sus bebés, o como el factor invisible que contribuye a la orfandad de niños y niñas, sin entidad propia y sin siquiera tomar en consideración las necesidades relativas a su propia condición de infectadas. O permanentemente citadas como grupo vulnerable en tanto que trabajadoras sexuales, casi desprovistas de su condición femenina, y también vectores de la transmisión del virus. Así, han hablado de víctimas inocentes dando a entender con ello que había otras que eran culpables.
La mayor parte de los sesgos que tienen lugar al informar sobre el VIH son fiel reflejo de lo que ocurre en la sociedad, y al mismo tiempo, la diseminación de información sesgada contribuye a reforzar los estereotipos existentes.
A pesar del aumento de noticias sobre mujeres, la función crítica de la prensa fue prácticamente inexistente, perpetuando una imagen estigmatizadora de las mujeres, encerrándolas en un estereotipo único que contribuía a dificultar la reducción de la mayor vulnerabilidad con la que se enfrenta la población femenina ante el VIH. Así, la pobreza, las prácticas culturales de algunos países, ciertas poblaciones estigmatizadas, condiciones de vida precarias en determinadas regiones, creencias y hábitos de vida se convirtieron en temas “noticiables” que, aunque sea innegable su impacto como factores que contribuyen a aumentar el riesgo, sirvieron de cortina de humo para evitar abordar los temas de fondo. Los medios reproducen los estereotipos en lugar de cuestionarlos; se limitan a reproducir un imaginario popularmente aceptado que perpetúa la imagen de las mujeres con VIH o en riesgo como víctimas con escaso poder para protegerse, pobres, marginadas, dependientes… Pero sin explorar los condicionantes sociales, económicos, culturales, etc., que contribuyen a que eso sea así; dejando de lado que en la base de la devastadora expansión del virus se encuentran las desigualdades de todo tipo, entre Norte y Sur, entre hombres y mujeres, entre ricos y pobres; desigualdades en el acceso a la información, los recursos y la autonomía, en suma.
Por más que haya estado en la base de los últimos análisis sobre la pandemia, el papel del patriarcado y su impacto en las conductas individual y colectiva no parece tenerse en cuenta por l@s profesionales del periodismo, la mayoría de l@s cuales se sitúa fuera de los acontecimientos, contando sobre “el/la otr@”, situándose al margen de los sucesos que cuentan como cuestiones sin otra relevancia para sí mismos que el puro interés informativo (catastrofista) de los mismos.
Como actores fundamentales en la construcción social, con un importante papel en la labor de configurar la opinión pública, un periodismo ético debe asumir su parte de responsabilidad, aquella que le corresponde con el poder que detenta. Porque la respuesta al VIH no se limita al ámbito médico sino que tiene que ver con ideologías y con la perpetuación de mitos, tradiciones y tabúes, algo en lo que todos los estamentos de la sociedad participamos en mayor o menor medida. Por eso, no vale quedarse al margen, pues una actitud neutral dejar de ser ética cuando perpetúa las condiciones que favorecen la desigualdad, el estigma y la discriminación.
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