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Llamada inesperada
Es jueves 18 de enero; me encuentro en el Hospital Clínic de Barcelona esperando ser atendido por algún especialista en VIH/SIDA cuando suena mi teléfono móvil. Luis Juberías Gutiérrez, mi compañero de piso, llamaba para invitarme a almorzar y hablar sobre un «par de temas». Quedamos a las 14:30h en la Plaza de Cataluña.
Un cordial saludo medió el encuentro. Conversamos sobre las labores que teníamos cada uno en ese momento en nuestros respectivos trabajos; él en la Fundación Pere Ardiaca y yo en gTt, ONG que se dedica a la edición de esta revista, entre otros muchos aspectos. Aprovechó para contarme las actividades que su fundación estaba organizando para la semana siguiente: recital de poesía, charlas, debates y un largo etcétera que ahora mismo no me viene a la cabeza.

Según mi compañero, impactados, no dudaron en insistir hasta la majadería sobre Luis, llamándolo constantemente, visitándolo al trabajo, invitándolo a almorzar o a cenar; todo con un único fin: echarme de casa. Luis intentaba calmar los ánimos diciéndoles que como trabajo en una ONG sobre tratamientos en VIH, que es probable que no tenga VIH y que haya traído los medicamentos y prospectos únicamente para estudiarlos. Ésa es la situación, expuso.
No dudé en decirle que, efectivamente vivía –y vivo– con VIH. Inmediatamente respondió que le hubiese gustado haberlo sabido desde el principio para haberlo valorado y evaluado a la hora de decidir si era yo o no la persona que debía compartir piso con él.
Mi intimidad y mi derecho
Ante su confesión, mi réplica, llena de incertidumbre, fue que se trataba de mi intimidad y de mi derecho a revelar o no mi estado serológico. Y como sé que no implica absolutamente ningún riesgo, consideré una información que carecía de absoluta relevancia. Comencé a recordar que en la entrevista aquella me preguntó sobre el lugar en el que trabajo y se mostró en ese momento muy sensibilizado. Meditaba en silencio y con mucha confusión, ¿a qué se deben este tipo de contradicciones? ¿Por qué no me dijo él a mí que iba a ser tan intolerante?Como un niño mimado, Luis simplemente dijo que no quiere entablar esa batalla con sus padres. Y en su discurso me comunicó que lo mejor sería que empezara a buscar otro lugar adonde irme. Yo seguía cavilando. ¿Pero cómo es posible, si estaba buscando una persona que se quedara un tiempo indefinido, superior a un año o, por lo menos, hasta después del verano? ¿Y a tan sólo once días ya me echa a la calle? Me sentía desconcertado.
Me pedía que le dijera algo, pero estaba en otro mundo, lleno de nervios concentrado en terminarme la sopa para coger el abrigo y largarme de ahí. La humillación que sentía era tan grande al imaginar a sus padres registrando mis cajones, con morbosidad y con mucha frialdad, indagando pruebas con las que condenarme, violando toda mi intimidad. Nunca antes en mi vida me había sentido tan estigmatizado.
Le comenté que les dijera a sus padres que pasaran a hablar conmigo a la sede de gTt, pero su respuesta fue rotundamente negativa. Entonces le planteé que antes de invitarme a comer debería haber buscado información, porque por lo visto se mostraba muy ignorante al respecto. Me expresó que ya lo había hecho y comenzó a hablarme de absurdos riesgos y de una cantidad de información tan ampliamente desmitificada por el activismo del VIH, que me pareció haber retrocedido 15 años atrás.
No esperé al segundo plato. Terminé mi sopa a duras penas sintiendo que hasta el empaste de mis dientes se diluía entre sorbo y sorbo. Le sugerí conversarlo en casa, si es que todavía quedaba algo que decir. Lo cierto es que, ahora mismo, no tengo más remedio que buscar otro lugar donde vivir.
Poca convivencia y hostilidad

Esta chica intentó mediar entre ambos, buscando solucionar el problema. Su gesto me pareció de una gran nobleza y, convencido de que esto tenía alguna solución, decidí –con mucha ingenuidad y optimismo– escribirle un mensaje a Luis y dejárselo por debajo de la puerta. Al día siguiente me escribió un SMS al móvil agradecido por la carta e invitándome nuevamente a comer, esta vez en casa. Pero le dije que ya tendríamos tiempo de conversarlo más calmadamente durante el fin de semana.
El sábado 27 de enero tuvimos la ocasión perfecta. Y si yo había entendido bien lo dialogado con mi compañera de piso, Luis estaba bastante arrepentido de haberme echado. Así que seguí actuando bajándole el perfil a la situación y no dando mayor importancia y significado a lo ocurrido. Me senté a comer a la mesa mientras él se duchaba. Al salir del baño, se sentó delante de mí y sin ningún tipo de reparo preguntó si ya había encontrado algún lugar donde irme. Respondí que no e inmediatamente replicó que suponía que me quedaría el mes de febrero, pero que de todas formas quería saberlo porque pensaba buscar a algún amigo como nuevo compañero de piso y que le avisara cuanto antes.
Su voz me golpeaba nuevamente. Su tono quería dar a entender lo generoso que era al permitirme dormir un mes más bajo el mismo techo, pero la situación se volvió insostenible.
De ahí en adelante comenzó un desgaste emocional muy grande por mi parte. No me apetecía llegar a una habitación que cada día le iba encontrando más defectos y ruidos molestos, a un piso que se transformaba en un lugar frío y sucio, que ya no era para mí. Me daba pereza incluso llegar por las noches a casa, pese al cansancio diario del trabajo. Sí, fue una semana bastante agotadora, mirando pisos, habitaciones. Había una parte en mí que sentía miedo; y otra que pensaba con rabia cómo se le ocurría a Luis repetirme insistentemente en otra conversación que se ponía en mi lugar y que me veía afectado: pero es que no me dijo ni una sola vez «¡quédate, no te vayas!». Nada, ni un mísero gesto. Me levantaba diariamente muy temprano y salía a primera hora con la intención de no verle, e intentaba llegar cuando no estuviera, porque lo que realmente me apetecía era darle un puñetazo cada vez que veía su cara y esos ojos de indiferencia mirando la televisión. Ya no estaba en mi sitio.
Como consecuencia, un día me llamó Esther y me dijo que se había olvidado las llaves en su pueblo y si podía prestarle las mías. Me sentí violentado y con una paranoia que no lograba controlar. Pensaba que la situación no me afectaba en absoluto y que tenía altura de miras para resolver esta situación, para superar y pasar olímpicamente de mi propio malestar. Me escondía, me ocultaba, huía y daba la espalda a mi propia rabia.
Le dije que no le pasaría las llaves e inventé mil excusas, pensando lo peor de una persona que no hizo más que mostrar gestos de buena voluntad hacia mí. Tanto me afectó que tuve que hacer un alto en mi trabajo, me estaba dando cuenta de que esta situación me superaba, me sentía completamente vulnerable. Mi rabia se transformó en llanto y muchísimo desconsuelo, y tras pedir consejo a mis colegas de la oficina, decidí que lo mejor era ir a conversar con ella y explicarle mis sentimientos. En el metro no paraba de llorar pensando en mi torpeza y en el cambio radical que estaba sufriendo en ese instante. Pasé de confiar ciegamente en Esther a imaginar que lo que quería era quedarse con las llaves, pues se acercaba el fin de mes y por consiguiente, o buscaba un nuevo lugar donde irme o simplemente ya no recuperaría nunca más mis pertenencias.
Después de conversar con Esther la situación quedó aclarada y compartió conmigo mi sentimiento y que la situación en la que me encontraba era francamente insostenible, y me dijo con mucha honestidad que por favor no desconfiara de ella. Me despedí con un fuerte abrazo. Por la tarde cogí mis bártulos y los llevé a mi nuevo domicilio, más grande, luminoso y el doble de caro. No puedo poner las manos en el fuego por mis nuevos compañeros de piso o pensar que esto no volverá a pasar, pero hay algo que si veo claramente en este lugar: el respeto a la intimidad de todos los que cohabitamos en casa.
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