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  1. Lo+Positivo 27, invierno 2003-2004
  2. Opinión

Lo que me cuentan las ranas

un hombre seropositivo

 

Hoy llego tarde. Son ya las nueve de la mañana y el coche parece avanzar más lento que nunca, como si luchase para penetrar el escaso espacio que le conceden los elementos: por arriba el peso de un gran cielo encapotado, por debajo empujando, la amplitud de la tierra helada. Es invierno y en la llanura salmantina los árboles son estatuas que derraman hielo. Intento sintonizar alguna emisora en la radio pero parece que ningún sonido merodea hoy por los campos helados de Peñaranda. Llegaré tarde a la casa y Gervasio estará ya despierto. Puede que hoy me quede sin el chiste que me cuenta las mañanas de todos los lunes y será una verdadera pena, porque los chistes de Gervasio no son simples chistes: los chistes de Gervasio son magia pura, magia rara. Sus chistes son un triunfo sobre la desesperanza y el desaliento. 

Bucay* cuenta una historia acerca de dos ranitas, la rana Sinclair la rana Auz. Sinclair y Auz, paseando un día por una lechería, se cayeron dentro de un gran tazón de nata. Sinclair y Auz, como buenas ranas que eran, intentaron nadar, pero no tardaron en descubrir que no conseguían avanzar dentro de aquel elemento denso y viscoso. No sólo no lograban acercarse al borde del tazón, sino que al intentarlo sus propios movimientos las hundían cada vez más. La nata se las iba tragando y tragando, como un pantano de arenas movedizas y su situación iba siendo cada vez más desesperante. Llegó un momento en que las dos ranitas, prácticamente agotadas, apenas conseguían salir a la superficie para respirar. 

Entonces, la rana Sinclair dijo a la rana Auz: “No hay nada que hacer, amiga Auz, en este elemento no se puede nadar y vamos a morir por más que intentemos salvarnos. Yo no quiero seguir con este esfuerzo estéril que no hace sino aumentar mi sufrimiento y mi desesperación”. 

Después de estas palabras y ante los ojos estremecidos de Auz, la rana Sinclair dejó de nadar y fue irremisiblemente arrastrada hasta el fondo. 

La rana Auz, quizás más tozuda, quizás menos radical en sus planteamientos, pensó a su turno: “Sinclair tenía razón, no hay modo de aguantar a flote en este elemento y seguramente mis minutos están contados, pero yo voy a seguir nadando hasta que no pueda más. No me dejaré morir un segundo antes de que llegue mi hora”. 

Auz siguió nadando, sin moverse de sitio, sin lograr acortar ni un centímetro la distancia que la separaba de la orilla. Pasaron los minutos, las horas y la rana Auz, aunque agotada, siguió nadando. Pero a base de patear y batir la nata, cuando su suerte parecía ya echada, la nata se convirtió en una superficie consistente: mantequilla. La rana Auz, patinando, alcanzó la orilla, dio un salto hasta el suelo y corriendo, salió de la lechería. 

Mi amigo Gervasio es un gigante que mide casi dos metros. Un antiguo guardia de seguridad para quien el encontronazo con su seropositividad fue quizás la puntilla que le faltaba para dejarse resbalar hacia un abismo que debía haberle llevado al fin. Su historia hubiese acabado aquí a no ser porque los hechos no siempre se adaptan a nuestros propósitos y Gervasio el coloso despertó un buen día para descubrir que para él, nada volvería a ser lo que fue. Se descubrió en una cama, con la mitad del cuerpo paralizado y con el habla también afectada: su lengua se negaba a obedecer las ordenes de su cerebro. Conocí a Gervasio en mi primera visita a la casa del SIDA de Salamanca. La casa de acogida de enferm@s de SIDA de Salamanca se llama así: Casa del SIDA de Salamanca. 

Un día, cuando yo llevaba ya unos meses acudiendo semanalmente a la casa, Gervasio se me cayó al suelo. Le estaba lavando con una esponja y acababa de contarme su chiste, este chiste que me gusta pensar que prepara para mí. Había conseguido articular con su lengua atrofiada los sonidos, letras y palabras necesarias para contarme su historia y estaba incorporado en su cama, manteniendo el equilibrio con su único brazo útil mientras yo le frotaba la espalda. Entonces le dije que no conseguía entender la gracia de aquel chiste y en la discusión debí de soltarle. Quizás me agaché para escurrir la esponja en el cubo, quizás simplemente me distraje, no lo recuerdo... de repente sus cien kilos de humanidad se me vinieron encima y los dos, con un susto tremendo, fuimos a parar al suelo. 

Empapado por el cubo derramado en la caída, conseguí salir de debajo de la mole del cuerpo de Gervasio y asustadísimo empecé a palparle por todas partes para comprobar si había algo roto, alarmado al pensar que él, incapaz de sentir el dolor en la mitad de su cuerpo, podía ni haberse enterado. No sé lo que debió ver Gervasio, quizás simplemente una persona mojada, asustada y ridícula manoseándole frenéticamente las extremidades... primero esbozó una sonrisa, luego una carcajada destemplada que retumbó por los pasillos de toda la casa. 

Ahora cuando al fin adivino ya la silueta de la ciudad de Salamanca, con la catedral y las torres de la Clerecía rasgando las nubes, cuando sé que en unos minutos estaré de nuevo en la casa con Gervasio, me acuerdo del cuento de Bucay e imagino cual debía ser la dicha y la risa de la ranita Auz al salir de la lechería, la dicha de aquell@s que poco a poco y día a día, vamos venciendo al destino. 

* BUCAY, J., DÉJAME QUE TE CUENTE: LOS CUENTOS QUE ME ENSEÑARON A VIVIR, RBA LIBROS, BARCELONA, 2003. 

 

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