un hombre seropositivo
Sentado encima de una piedra, contemplo debajo de mí el curso del río N’Isougouane, sus grises aguas precipitándose valle abajo, borbotando, rasgando a su paso las laderas de las montañas del Gran Atlas. Me rodea una naturaleza atroz, forjada con piedra y cielo. Estoy cansado y he conseguido pactar una tregua en el camino para tratar de recomponer las fuerzas que, confío, deben de quedarme. A mi lado está Marina, mi compañera seronegativa, desabrochándose una bota y detrás de ella, arriba, muy arriba, desafiando el cielo, el pico del Djebel Toubkal. Cuatro mil metros de altura de montaña africana coronando la gran cordillera del Atlas. De allí venimos.
Es mediodía, el sol resplandece y a pesar de ello hace frío. Llevamos tres días andando por estos peñascos y estoy agotado. Me duelen las piernas y otra vez me arde el estómago. Los retrovirales no congenian bien con semejantes palizas físicas, sé que no descubro nada nuevo: hoy hemos empezado a andar de madrugada, recién tomadas las pastillas, sin concederme unos minutos de tregua para digerirlas y he aquí el resultado... Estoy cansado, no soy un atleta, soy tan sólo un hombre seropositivo con una barriga considerable y unas analíticas que no suelen ser para tirar cohetes.
Mientras aprovecho para recuperar el aliento, aparece una tropa de montañeros ingleses que, como nosotros, descienden de la cumbre. Les acompaña un guía local, un chiquillo beréber y se detienen junto a nosotros. Para mi consuelo, leo en los rostros de los recién llegados el mismo semblante de desastroso agotamiento en que yo me encuentro. El chiquillo, el único que mantiene un porte presentable, me ofrece un cigarrillo. Marina, mi compañera, esboza un gesto de cansada desaprobación al descubrirme encendiéndolo. Quiero recordarle que estamos a cuatro mil metros, que hoy hemos coronado el pico más alto de esta cordillera, que la ocasión bien lo merece, pero uno de los ingleses me distrae al ofrecerme su cantimplora. Me incorporo y bebo, agradecido, cuidando de no apoyar los labios en el recipiente. Así se bebe en el monte cuando te ofrecen una cantimplora ajena, engullendo sin tocar el envase pero yo, una vez más al realizar este acto, tengo la sensación de que me observan, como si alguien pudiese advertir que lo acometo con más cuidado del meramente imprescindible. Es una sensación desagradable, absurda y afortunadamente fugaz, pues evidentemente nadie se ha entretenido en controlar como bebía. Éste es el poso de tantos años de seropositividad, me digo, pequeñas manías que se incrustan, que no se dejan ahuyentar. Devuelvo la cantimplora a su propietario y al mirar de nuevo hacia abajo allí está el río, arrastrando piedras y areniscas, llevándose también mi pequeña neura.
Me pregunto si l@s demás seropositiv@s sufrirán también estos momentos tan extraños, si tendrán también impresas estas manías, algunas como ésta, superficiales, otras más profundas, todas ellas herencia de los tiempos difíciles. De aquellos tiempos en que hubo que enterrar sueños e ilusiones, en que apenas había información fiable respecto a los males que nos aquejaban, en que la fatalidad a veces tomaba nombres como la adicción, la muerte o la cárcel y muy a menudo cogía también el nombre de nuestros seres más queridos. De los tiempos en que nos decían que había que vivir el presente y no hacer proyectos a largo plazo, en que cada uno tenía que reinventar una nueva manera de vivir todos los días, tiempos en que soñar no causaba placer sino dolor, ¿cómo no iban a quedar huellas de todo esto?
Aquí, en la ladera del Toubkal, mientras los ingleses recogen sus mochilas y se ponen otra vez en marcha precedidos por su jovencísimo guía marroquí, celebro que poco a poco llegase un día en que me vi en condiciones de desempolvar mis antiguos sueños, de mirarles a la cara y renegociar con ellos. Nunca volverían a ser los mismos sueños de antes, tendría que reconvertirlos, mutarlos y recomponerlos, llenarlos con otros lugares y a veces, con otras personas, pero volverían a estar hechos de la misma materia que compone todos los sueños y, por encima de todo, seguirían siendo míos, tan absolutamente míos como puede serlo un sueño. Celebro que al renovar mis sueños algunas de mis cicatrices madurasen y empezasen a vivir conmigo como lo que son ahora: mis viejas manías.
Me llama Marina, mi compañera serodiscordante, ya levantada y con la mochila a punto: «No hay más tabaco hasta llegar abajo...». La veo reírse, pero no me engaña, está tan cansada como yo. Decido que hoy no le contaré ni mis reflexiones, ni mis manías, ni mis gozos, simplemente desfilaremos entre estos montes cada uno con sus pensamientos, que serán como nosotros, discordantes. Las personas que nos quieren, nuestras parejas, también han tenido que escalar también sus propios montes, distintos a los nuestros, han tenido que vencer sus temores y modificar sus ilusiones, han tenido que luchar arduamente para compartir su vida con nosotr@s.
Un trueno retumba por encima de nuestras cabezas. Observo las nubes, que han ocultado el cielo donde debería estar nuestra montaña. Me sigue ardiendo el estomago y hace frío. Ya caen las primeras gotas cuando nos ponemos en marcha. Dejamos atrás el valle del Toubkal. Abajo nos espera el refugio.
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