Editorial
Decía Nietzsche que el sistema de justicia no es más que la venganza institucionalizada. Quien conoce la situación de las cárceles españolas actuales podría llegar a la conclusión de que si así es, es una venganza muy cruel.
No vamos a objetar los derechos de las víctimas a la reparación, ni el de la sociedad de protegerse, incluso frente a comportamientos y hábitos de vida que ella misma ha generado, pero ¿qué tienen que ver la reparación y la protección con la crueldad y el trato inhumano? ¿Qué, con la vulneración de derechos que a ningún ser humano, sea cuál sea el delito que haya cometido, se le pueden enajenar?
Tales derechos incluyen el derecho a la salud y el derecho a la vida. Si bien fuera de la prisión la gestión de la salud tiene un amplio margen en la libertad para establecer los propios hábitos de vida, eso no sucede dentro, un contexto en el que la garantía del bienestar psicológico y físico de l@s intern@s corresponde al mismo Estado que l@s retiene.
El problema surge cuando la salud y por ende la propia vida quedan supeditadas a los principios de seguridad y de disciplina, ejercidos además de forma arbitraria. No es simple especulación: los datos demuestran que l@s pres@s tienen más probabilidades de padecer enfermedades mentales y físicas, experimentan mayores tasas de suicidio y cuentan con peor esperanza de vida. La cárcel sienta mal a la salud.
Y en este espacio de extrema vulnerabilidad –una paradoja, que un@ esperaría justo lo contrario cuando queda a merced del Estado– quienes viven con VIH y hepatitis C y/o B, además de otras dolencias añadidas es quienes lo llevan peor.
Las historias que leeréis en el reportaje de este número hablan de dificultades de acceso a condiciones dignas de atención, peores estándares de calidad asistencial y situaciones degradantes en la relación con l@s profesionales de la salud.
¿Es todo eso realmente necesario? En los albores del Siglo XXI, ¿no hemos encontrado otra manera de tratar a quienes no son más que el producto de una sociedad trufada de todo tipo de desigualdades y exclusiones sociales? La cárcel es nuestro fracaso, y la rehabilitación y el respeto a los derechos básicos, una responsabilidad política exigible hoy con más fuerza que nunca.
No vamos a objetar los derechos de las víctimas a la reparación, ni el de la sociedad de protegerse, incluso frente a comportamientos y hábitos de vida que ella misma ha generado, pero ¿qué tienen que ver la reparación y la protección con la crueldad y el trato inhumano? ¿Qué, con la vulneración de derechos que a ningún ser humano, sea cuál sea el delito que haya cometido, se le pueden enajenar?
Tales derechos incluyen el derecho a la salud y el derecho a la vida. Si bien fuera de la prisión la gestión de la salud tiene un amplio margen en la libertad para establecer los propios hábitos de vida, eso no sucede dentro, un contexto en el que la garantía del bienestar psicológico y físico de l@s intern@s corresponde al mismo Estado que l@s retiene.
El problema surge cuando la salud y por ende la propia vida quedan supeditadas a los principios de seguridad y de disciplina, ejercidos además de forma arbitraria. No es simple especulación: los datos demuestran que l@s pres@s tienen más probabilidades de padecer enfermedades mentales y físicas, experimentan mayores tasas de suicidio y cuentan con peor esperanza de vida. La cárcel sienta mal a la salud.
Y en este espacio de extrema vulnerabilidad –una paradoja, que un@ esperaría justo lo contrario cuando queda a merced del Estado– quienes viven con VIH y hepatitis C y/o B, además de otras dolencias añadidas es quienes lo llevan peor.
Las historias que leeréis en el reportaje de este número hablan de dificultades de acceso a condiciones dignas de atención, peores estándares de calidad asistencial y situaciones degradantes en la relación con l@s profesionales de la salud.
¿Es todo eso realmente necesario? En los albores del Siglo XXI, ¿no hemos encontrado otra manera de tratar a quienes no son más que el producto de una sociedad trufada de todo tipo de desigualdades y exclusiones sociales? La cárcel es nuestro fracaso, y la rehabilitación y el respeto a los derechos básicos, una responsabilidad política exigible hoy con más fuerza que nunca.
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